Ya en el segundo compás nuestro cuerpo se dispone a recibir una revelación: un abrazo, una verdad espantosa, una salvación. No podría estar claro.
En el piano, una melodía solemne y melancólica se estira repetida; vuelve, como el mar, como las rimas, para que la grave voz de Oscar atraviese, como un fantasma, una indestructible pared de sonidos que, a veces, evocan espacio exterior y, otras, insectos. Para que no olvidemos que hay que ir y venir entre el cosmos y nuestros pies.
Los espectros aprendimos que la utopía mínima no es huida ni un lugar de maravillas ni fuga a lo fantástico. Es asumir la plasticidad del mundo junto a sus rugosidades, su crepitar, su impiadoso prescindir de nosotros.
Espectros suena y se ve como un homenaje a las luces y la Luz, es decir, al electromagnetismo que no permite que la oscuridad sea absoluta. Pero hay, también, un amor por las sombras, por las presencias de las ausencias, por la vista del matiz que festeja su reverso, la inmensidad sin bordes.
Videntes
escuchando
sin sol.
Como una noche de campo, hay aire fresco entre las palabras y las cosas, hay una ética del tiempo. Nada del futuro parece encandilar a ese hombre y su pala, o a ese otro que pasa, bordeando la casa. Los atrapa una atención en la que el presente, el pasado y el futuro pierden sus figuras: la vida se vuelve un asunto de duraciones heterogéneas.
En la utopía mínima el radiante advenir deja paso a los espectros -vidas sin cuerpos completamente determinados- y no confunde nunca a los humanos con sus formas maniquiles -cuerpos sin vida-. Entonces no se trata sólo de mirar sino de pensar cómo y por qué miramos lo que miramos.
Hay ahí una política: la felicidad social definitiva y el Apocalipsis pierden eficacia. El futuro es posfigurativo, magma de temporalidades, estereotipos jamás fijados que, apenas revelan su forma, ya se están disolviendo.
Espectros, utopía mínima, Oscar, parecen decirnos que un plano fijo es siempre un travelling.
por Ezequiel Gatto