Algunos apuntes sobre Tierra baldía
Tierra baldía está dedicado a dos personas que fueron fundamentales en mi vida y que ya no están: mi padre Félix Álvarez Robles y mi amigo Jorge Truscello. De un modo, es un trabajo invadido por las pérdidas. Y como rezaba un verso de T. S. Eliot: “en mi comienzo está mi fin”. A su vez, rescaté dos viejas canciones del primer Spleen –“La sed del bebedor” y “Respirar”– escritas en 1994-95– y una del último Spleen, Diluvio, compuesta en 2000. El concepto del disco privilegia lo luminoso pese a la estela de abandono o de adversidad.
El trabajo, en verdad, es un pedido o un hermoso encargo: el músico y productor Martín Arce (uno de los artífices del sello rosarino Planeta X) me venía insistiendo hacía tiempo de que tenía que grabar de una buena vez mis canciones solo con mi guitarra. Al principio, me invadió la duda. Pero luego, conversando con Diego Pérez Goett –con quien nos conocemos desde la primera adolescencia–, vimos que el desafío nos entusiasmaba. Y pusimos manos a la obra.
Trabajar sin el pulso de la batería ni la marca de un bajo, nos hizo contemplar el modo en cómo teníamos que hacer de esa omisión una apuesta. Si lo usual es el cantautor acompañado de su guitarra o un piano, en nuestro caso los arreglos se correspondieron más a la idea de que había un grupo detrás sonando. Y si algo queríamos acentuar, era el clima de la palabra, los vientos que levanta la palabra. “Hay que cuidar el sonido, que el sentido se cuida solo”, fue nuestra consigna, como si fuésemos un Lewis Carroll del siglo XXI. Como dice un amigo: “No vale ni un segundo la música si las palabras no dicen nada”.
Marcas proustianas, reflexiones nietzcheanas, ecos de Macedonio Fernández, humor pessoiano, sutilezas ortizescas, la vida y la muerte son espectros que lucen su voracidad y su encanto a lo largo de las diez canciones. Nadie puede salir indemne de la desaparición de gente amada (y por qué no de esa persona que éramos y ya no somos). Y si bien en ningún momento el imaginario de Tierra baldía se recuesta en la nostalgia o los estragos de los que ya no están, es inevitable que prevalezca cierto aire de desventura. Pero lo tomé como un registro de época, la de un hombre que en un par de años cumplirá 50. La adolescencia perpetúa tiene un precio… No podemos hacernos los distraídos cuando la vida nos enfrenta al desconsuelo del abandono, a la incomprensión ante decisiones que desnudan la fragilidad que nos habita.
En tren de rememorar esos instantes en que vacilaba si tenía que volver a grabar o tocar, me veo maniatado por el deseo de hacerlo como por la inutilidad de la tarea. ¿Qué busco? ¿Qué tengo ganas de decir? ¿Para qué? Si siempre deposité en las canciones cierto poder de cuestionamiento de las convenciones –en un sentido muy amplio–, ahora había algo más y que aún no sé tiene la estatura de un significado o si puedo representarlo claramente. Una cuestión era vital: si grababa era para dejar testimonio de una vida, con sus dichas y catástrofes, con sus miserias y dones, con sus necedades e incordios. Hacer de las canciones una caja de resonancia de esa ingobernable insatisfacción que pese a todas las comodidades que nos fue proveyendo la vida burguesa, continúa anidando en algún recodo de nuestro cuerpo.
El tiempo ha pasado, pero nosotros seguimos mutando y a la vez aprendiendo como único modo de sobrevivir en este mundo tan competitivo y hostil. Pero las canciones, las semillas de las canciones, sobrevuelan todo tipo de instancia para inscribirse en la piel de una historia que es la nuestra. Pese a todos, pese a todo.