por Ezequiel Gatto
Las casas suelen tener puntos intensos, ejes, lugares desde los cuales, secreta o abiertamente, brotan sus sentidos. Nunca son muchos. Organizan nuestros recorridos, son imágenes implícitas de una imaginación topológica. Son los fantasmas de la casa. Se diría que algo late en ellos. Algo que distribuye energías por el resto del cuerpo material e inmaterial.
Planeta X, además de un colectivo, además de musical, fue también casas. Y esas casas que Planeta X fue tuvieron espacios privilegiados -por elección o prepotencia- para los encuentros, choques y adaptaciones a las experiencias musicales y festivas. Viceversa, la música, como un espíritu materialista, poseyó los sitios. En los recitales y fiestas se revelaban esas formas arquitectónico/musicales. Tanto, que en la semana, en los espacios vacíos, flotaban los recuerdos del fin de semana, cuyas marcas quedaban inscriptas en las paredes, como graffitis, dibujos o suelas de zapatos y zapatillas que parecían testimoniar un caminar vertical, loco.
En las traducciones ida y vuelta desde las estructuras a los sonidos, Planeta X encontró una claves de existencia. Unas casas.
Urquiza 1607
Urquiza, clásica casa chorizo de planta alta, era una suma de habitaciones donde los Clubes de noche tenían algo de intimidad, secreto compartido, tribu acotada. Gente por todas partes, como en esos cuadros pop que muestran personas asomadas por ventanas, colgando de balcones, trepando a terrazas, besándose, en una secuencia que pasa de habitación en habitación, a veces de casa en casa, envolviendo edificios completos.
Éramos parte de un hacinamiento feliz que, no obstante, nunca se despegaba del hecho material de la división en habitaciones. De esa manera, se construían realidades paralelas y conectadas.
La música se concentraba en la pieza del fondo, pegada a la cocina. Allí sucedían la mayoría de los recitales, en una penumbra que, diluyendo contornos, nos volvía un poco más cómplices. Allí, también, bailábamos; y el movimiento, por efecto contagio, se iba apoderando de las habitaciones vecinas, de los vecinos.
Si no estabas en la del fondo no podías ver al dj. Unas paredes lo impedían. Las cajas de sonido, en las piezas contiguas, testimoniaban que en algún lado, más allá, alguien estaba poniendo música. Era la música la que tramaba al lugar como uno, la que enlazaba las habitaciones-perlas, circulando en un espacio fragmentado que nos contenía como un pequeño cosmos plagado de zonas diferenciadas. Era ella música la que nos enseñaba que estar juntos no requería un lugar que, como un desierto restringido, no tuviera paredes. Urquiza se parecía más bien a una jungla, donde zonas de baja visibilidad, rumores, pinoteas temblando, crepitaban bajo la música que, de allá o desde acá, desde la pieza que siempre era “la del fondo”, daba el fundamento a una comunidad de diferencias.
San Lorenzo 1574
Eso cambió en San Lorenzo, donde una sala inmensa en una casa dos veces más grande que Urquiza convirtió fiestas y recitales en un panóptico recíproco: todos podíamos ver el centro y, como un bárbaro viendo a sus hermanos avanzar sobre Roma, el centro podía ver los márgenes. El dj ganó visibilidad: un pequeño y precario entrepiso fue la cabina, visible desde cualquier lugar de la sala. Con esa disposición, la fuente de la música adquirió otra relevancia, otra fuerza de atracción. La intimidad dejó paso a la exposición.
Con el uso, ese pasaje del cosmos fragmentado a la superficie abierta produjo una constatación alegre y sorpresiva: éramos muchos. Muchos. San Lorenzo nos dio una multitud bailando en un entorno que combinaba dosis exactas de galpón y discoteca, de living -que la presencia de una alfombra gigante reforzaba- y centro cultural. En un movimiento de superposiciones, la música y la gente se ensamblaron y ensancharon. Todo eso en 2003, apenas ahí del desastre neoliberal. Como si San Lorenzo hubiera sido el modo arquitectónico de Planeta x de reunir los pedazos.
El final de esa casa fue abrupto y directamente ligado a las relaciones urbanas entre espacio y sonido. Los vecinos, esa fuerza humana que pone condiciones para la existencia acústica a su alrededor, presionaron hasta lograr la migración.
Tres de febrero 1011
Tres de febrero tuvo un rasgo que la hizo única: era una casa de esquina en Tres de febrero y San Martín. Vista desde el balcón de la ochava, parecía una mamushka de ángulos rectos: las salas de la esquina daban la impresión de contener el patio interno que, a su vez, envolvía la habitación central. En esa esquina, los recitales volvieron a tener un rasgo urquizesco: sabías que había gente del otro lado del ángulo o pululando en el patio pero no la veías. Recuperó algo íntimo, que la habitación central y el patio, zona de recis y de dj, reforzaba.
Esa intimidad y compartimentación llegó a recibir de la propia casa una forma extrema de resolución. Juro por las planta de mis pies que hubo noches de fiesta donde el pico de la intensidad musical que lamía tus oídos coincidía con un leve temblor constante del piso, que daba la sensación de estar bailando sobre una víbora o algún fantástico animal marino.
Además de esquina y pisos movedizos, Tres de febrero tuvo una zona vital y, sin embargo, ligeramente extraña: la terraza. Vital porque se usó para ver películas y relajar durante las fiestas pero nunca para recitales. Como si hubiera que haber buscado un punto ciego (aunque al aire libre) donde la música no fuera la protagonista. La terraza era como un descanso, una zona de despresurización. Escribí “punto ciego”, me corrijo: era un punto sordomudo.
Montevideo 2348
Montevideo, la última, acabó demostrando retrospectivamente que todas las casas de PX fueron “de alto”, como si un impulso inconciente nos hubiera empujado a despegarnos del piso sin olvidarlo por completo.
Si algo definió a esa última casa fue el patio. Gigante. La primera vez que entré pensé en una escuela y ya nunca pude sacarme esa idea. Pero le agregué otra cuando me enteré que Vilma Palma había grabado La Pachanga ahí. De esa forma, una música pasada persistía en la casa, le imprimía un rostro sonoro. (Una pena que fuera justo ése). Más tarde me enteré que Coki grabó Mi parrillada: con eso, el paso del tiempo y los recursos propios el asunto mejoró.
Volvamos al patio. Mucho más que en las otras casas, funcionó como lugar de recitales. Además, era muy cómodo, lo que permitió que, mientras Montevideo compartía con San Lorenzo el hecho de hacer coincidir el lugar de música con el de la barra, se diferenciara de ese ancestro por la posibilidad de montar un escenario bastante más ostentoso.
No sólo de patio vivió Montevideo. Una sala grande fue la pista de todas las fiestas; otra vez una vieja pinotea soportaba el peso de los pasos y, por primera vez, el baile y el recital podían suceder en zonas claramente diferentes. De esa manera, dos grandes recintos -patio y sala- funcionaban aglutinando pero, también, dividiendo a los presentes, convirtiendo a la casa en una suerte de síntesis de las fuerzas centrípetas y centrífugas que habían gobernado, alternativamente, las anteriores.
Así entre músicas y casas, compartimentos y grandes espacios, sonidos y ladrillos, Planeta X fue, simultáneamente, construyendo y esculpido por su hábitat.
Las puertas se cerraron pero uno lleva esas casas encima, como un caracol de la memoria.