Charlie Egg, Opiazepam (Planeta X discos, 2008)
por Ezequiel Gatto
3.00 a.m.
Verano.
Rosario.
En esa inmensa superficie de cemento, barro, cuerpos, metales y pensamientos que es la ciudad, alguien, un amigo, no puede dormir. Da vueltas en la cama, hasta que de pronto, como si una piedra hubiera volado desde el oscuro centro de su imaginación para terminar golpeando la pared delantera del cráneo, tiene una idea.
Será la música el arma contra el insomnio. Quizá porque aquél es enemigo de la tranquilidad, elige el ambient como arma específica para este duelo. Es que el ambient tiene la virtud de ser una música sin centro, sin sujeto, una sonoridad infraestructural; en definitiva, una experiencia de la distensión.
Hurga en algunos cajones, no encuentra nada que que se adapte a su necesidad. Los discos desparramados por la habitación prometen otros géneros.
La conexión a internet sucede demasiados metros más allá de su CPU.
Entonces, de nuevo y por primera vez, una idea. El ambient no será una infraestructura sonora que llegue desde otro lugar para combatir el insomnio. En cambio, nacerá aquí mismo, será efecto de esta vigilia forzada, un relato sonoro brotando de esas noches sin sueño.
Charlie Egg nos narra musicalmente diez noches, diez insomnios: los hay como flujos que no se adhieren a nada, imágenes mentales hiperaceleradas; los hay como tremendos sacudones metálicos que invocan la obsesiva deriva de los ojos en la oscuridad, golpeando contra cosas invisibles y deteniéndose por un instante en cada una; los hay como voces múltiples y distorsionadas que recitan sin parar un poema que se pierde en una confusión construida de filtros desde donde vuelve a emerger, nítido, como el sonido para alguien que acaba de sacar la cabeza del agua.
De lo dado a la invención, de la música al sueño. Opiazepam es una historia de esos pasajes.